Prólogo del libro
Cuando Ignacio Abella me planteó que prologara El gran árbol de la humanidad, acepté inmediatamente con mucho gusto. Más allá de una muestra de amistad, tengo múltiples razones para estar encantado con la lectura de esta obra; citaré tres:
En primer lugar he de felicitar al autor por la original idea de presentar en paralelo los mitos fundacionales de las civilizaciones y las manifestaciones de las formas de arte rupestre más antiguas. Sean dibujadas o contadas, las leyendas parecen tener un fondo común, constituido por los temores y las esperanzas más profundas del ser humano; en ambos casos nos encontramos posiblemente ante aspectos culturales tan antiguos como el propio hombre, las «raíces de la humanidad».
En segundo lugar, la obra de Ignacio Abella propone una nueva visión de los «hombres verdes», esas figuras mitológicas antiguas y asombrosamente perennes. Siento gran curiosidad por estos híbridos hombres-vegetales, con sus caras cubiertas de hojas, envueltos en una vegetación lujuriante que surge de su boca. Es comprensible que organismos verdes capaces de combinar la movilidad de los animales con la fotosíntesis de las plantas hagan soñar a un biólogo. Estos «hombres verdes» tienen su origen en un arte europeo muy anterior a nuestra era, en la época de las grandes religiones paganas; con la llegada del cristianismo su excepcional vitalidad les permitió no solamente sobrevivir, sino incluso integrarse, desde el siglo IV, en las manifestaciones artísticas de la nueva religión. El periodo gótico corresponde al auge de estos hombres verdes: en los siglos XIII y XIV, se encuentran en la mayoría de los edificios religiosos de alguna relevancia. Pasando por los cuadros de Arcimboldo del siglo XV, los hombres verdes se han abierto camino hasta nuestra época, en la que los reencontramos en el folclore popular de Suiza (Wilde Man), en el País Vasco (Basajaun) y en Inglaterra (Jack in the Green). ¿Qué conocimiento novedoso nos aporta el libro? La certidumbre de que estos hombres verdes, guardianes de la naturaleza y símbolos de nuestra unión con la Tierra, estaban ya presentes, eran numerosos y «frondosos», en las artes rupestres prehistóricas. El hombre verde es un mito de extraordinaria longevidad.
Finalmente, El gran árbol de la humanidad responde una pregunta que se ha planteado de manera acuciante desde los primeros trabajos sobre arte rupestre: ¿Los artistas prehistóricos solo estaban interesados en los grandes animales y el hombre o tomaban también los árboles como modelos? Ignacio Abella constata que los animales ejercen sobre los actuales seres humanos un poder de seducción mucho más poderoso que las plantas, y que, aunque el árbol está muy presente en el arte rupestre, miles de años más tarde, cuando los antropólogos intentan descifrar las obras de nuestros ancestros, no quieren verlo y practican una especie de «negación del árbol».
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