Fragmento del libro
PRÓLOGO
Esta mañana he tomado LSD.
La mesa ante la que estoy sentada ahora mismo no está respirando. Mi teclado no ha explotado en un castillo de fuegos artificiales psicodélicos ni de las teclas R y P salen rayos y centellas. No estoy mareada ni histérica ni alelada de felicidad. No me siento unida trascendentalmente con el universo ni con la divinidad. Al contrario. Estoy normal.
Bueno, salvo por una cosa: me siento satisfecha y relajada. Estoy ajetreada, pero no estresada. Esto quizá sea normal para algunas personas, pero para mí no lo es.
No me he comido un cartón de ácido. He tomado lo que se denomina «rnicrodosis», una dosis inferior a la terapéutica, suficiente para no provocar efectos secundarios adversos pero sí para producir una respuesta celular mensurable. Una microdosis de una droga psicodélica equivale aproximadamente a una décima parte de la dosis típica. Un usuario recreativo de LSD que busque un viaje completo, alucinaciones incluidas, puede ingerir entre 100 Y 150 microgramos de ácido. Yo tomé 10.
El consumo de microdosis de drogas psicodélicas es un concepto tan nuevo y proscrito que tuve que añadirlo al diccionario de mi procesador de textos. Lo popularizó James Fadiman, doctor en psicología e investigador de las drogas psicodélicas, a lo largo de una serie de conferencias y podcast, así como en un libro aparecido en 2011 Y titulado Guía del explorador psicodélico: cómo realizar viajes sagrados de modo seguro y terapéutico. Desde 2010, Fadiman recopila testimonios de personas que han experimentado con microdosis periódicas de LSD y psilocibina, un producto químico que aparece de forma natural en diversas especies de setas. Poco después de la publicación del libro, durante un congreso sobre el potencial terapéutico de las drogas psicodélicas, Fadiman presentó sus conclusiones tras analizar decenas de testimonios enviados por correo electrónico y ordinario, algunos de ellos anónimos. Al respecto de las microdosis, Fadiman dijo: «Mucha gente cuenta que cuando llega la noche, se detienen un momento y piensan: 'Qué día más bueno'».
Qué día más bueno. Poder predecir que el día que tienes por delante va a ser un buen día, de manera sistemática y sin excepciones. Eso es lo que siempre he querido.
Desde que tengo memoria, he sufrido inestabilidad emocional. Cuando estoy de buen humor, me muestro alegre, soy productiva y afectuosa. En las fiestas brillo, escribo con cierto estilo y tengo lo que los jóvenes llaman «buen rollo». Sin embargo, cuando me cambia el estado de ánimo, me odio a mí misma y me embargan la culpa y la vergüenza. Caigo en las redes de un desvalimiento que todo lo invade y un lóbrego pesimismo que me lleva a cuestionar la mera posibilidad de ser feliz. Los síntomas nunca han sido tan graves como para ingresar en una institución psiquiátrica y tampoco me an impedido funcionar profesional o socialmente, pero han dificultado basante la vida a las personas a las que quiero.
EPÍLOGO
Me embarqué en este experimento buscando la felicidad y es cierto que las microdosis de LSD mejoraron mi estado de ánimo de forma mucho más efectiva que los ISRS. Pero también lograron algo incluso más importante. A lo largo del mes, llegué a comprender que la felicidad, aunque maravillosa, no es lo que cuenta en realidad. Tuve muchos días realmente estupendos, pero no necesariamente porque fuera feliz. Las microdosis consiguieron aplacar la corriente de emociones negativas que tan a menudo me arrastraba y abrieron espacios en mi mente para otras cosas. No necesariamente para la alegría, pero sí para una nueva percepción. Me dieron un poco de espacio para reflexionar sobre cómo actuar de acuerdo con mis valores, en lugar de limitarme a reaccionar ante estímulos externos. Este, y no un estrafalario placer, ha sido el regalo que me han dado las microdosis.
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