Fragmento del libro
Las utopías técnicas
Las utopías técnicas, como la literatura nos muestra, no son cosa rara; más bien son tan frecuentes y se leen con tanto placer que es lícito presumir una necesidad general de este tipo de lectura. Podría así plantearse la cuestión de por qué precisamente la técnica provee de tanto material al intelecto dedicado a la utopía. En épocas anteriores, ese intelecto tomaba como base el Estado, y el libro que dio nombre a todo el género, la obra de Tomás Moro De optimo reipublice statu, deque nova insula Utopia, es una novela de argumento estatal. En la mutación del tema se refleja un cambio en el interés de los lectores. No es lo acabado, lo concluido, lo abarcable, lo que despierta dicho interés; no se atiende al pasado ni al presente, sino a aquello que será posible en el futuro, a aquello que explota las posibilidades. La utopía exige un esquema que permita un desarrollo racional, y la técnica es el esquema más apto de esa índole que podría hallarse hoy. No existe ningún otro esquema que pueda competir con el de la técnica, pues hasta la utopía social pierde su brillo si no se apoya en el progreso técnico; no puede renunciar a él sin volverse inverosímil. La era del progreso técnico no está completa ni cerrada, está aquí y en pleno movimiento, acelerándose. Y este movimiento no es idéntico al movimieno histórico, el cual es más amplio y comprende también el ámbito de lo no técnico; el primero está al servicio del seguno como una especie de forja y fragua.
La fuerza consumidora de la técnica
El técnico ha perdido aquel antiguo temor que impide al hombre herir la tierra y modificar la forma de su superficie. En épocas tempranas ese temor era muy acentuado; sus huellas se encuentran por doquier en la historia de la agricultura y en las civilizaciones antiguas. Tal temor guarda siempre relación con las grandes obras arquitectónicas destinadas a fines profanos, con la idea de hibridez; y ciertas ceremonias en la construcción de las casas que se han conservado hasta nuestros días son reconciliaciones y consagraciones que presuponen un acto previo de profanación. En este sentido, el técnico no muestra ningún respeto, como ya se desprende de sus procedimientos de trabajo. Para él, la Tierra es el objeto de una planificación inteligente y artificial; es una esfera muerta, subordinada al movimiento mecánico y, mediante el estudio de ese movimiento, el hombre, como maquinista, puede ponerla a su servicio. La somete a su ambición de poder sin consideración alguna, obliga a las fuerzas naturales a entrar en una mecánica en la que tienen que obedecer y rendir su trabajo. Se produce un choque entre la naturaleza elemental y el mecanismo guiado por la espiritualidad y la voluntad del hombre, y el resultado es un acto de sometimiento mediante el cual fuerzas elementales son puestas en servicio. De un modo violento, se pone fin a su juego libre.
Las características del automatismo
Los procesos de trabajo mecánicos han crecido enormemente, tanto en número como en alcance, y es obvio que su automatismo, controlado y supervisado por el hombre, ha de ejercer a su vez efecto sobre dicho hombre. Este se ve forzado a dedicar su pensamiento y su atención al automatismo. Dado que su trabajo está ligado a la máquina, él mismo se vuelve mecánico, se repite con uniformidad mecánica. El automatismo se apodera entonces del hombre y ya no lo suelta más. Retornaremos las consecuencias de ello a lo largo de la obra.
La invención del autómata se produce en la Antigüedad, como lo demuestran la paloma de Arquitas y el an droide de Ptolomeo Filadelfo. Estas obras tan admiradas, al igual que los autómatas de Alberto Magno, de Bacon y de Regiomontano, no eran más que ingeniosos juguetes sin mayores consecuencias. Y no solo provocaban admiración, sino también temor. El androide de Alberto Magno, que abría la puerta y saludaba al recién llegado, y que era fruto de décadas de esfuerzos, fue destruido de un bastonazo por el asustado Tomás de Aquino. La fascinación que las máquinas han ejercido sobre el hombre desde tiempos antiguos va acompañada de un presentimiento de lo siniestro, de una sensación de horror difícil de explicar.
Lo percibimos en lo dicho por Goethe sobre el avance del trabajo mecánico en las fábricas, en el estremecimiento de Hoffmann ante los autómatas artísticos y las figuras mecánicas del siglo XVIII, entre los que destacaban el flautista, el tamborilero y el pato de Vaucanson. Se trata del mismo pavor que, desde siempre, se ha apoderado del hombre ante la presencia de relojes, molinos y ruedas -ante todas las obras que se agitan y se mueven a pesar de no tener vida propia-o El espectador no se conforma con el estudio de la mecánica, no se tranquiliza con la comprensión del proceso, pues su inquietud es causada precisamente por la acción mecánica. Ese movimiento crea la ilusión de vida, y esta ilusión, una vez captada como tal, infunde malestar.
La máquina causa la impresión de que algo inorgánico penetra en la vida y se expande en ella. Trae a la imaginación del espectador el envejecimiento, el frío, la muerte, trae la conciencia del tiempo muerto, que se repite mecánicamente, tal como lo mide el reloj. No es casual que el reloj fuese el primer autómata que conquistó un éxito absoluto. En el sistema filosófico de Descartes los animales son tratados como autómatas, como relojes cuyo movimiento transcurre con regularidad mecánica.
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