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Librería Muscaria |
Libros sobre Religiones |
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Suele considerarse que nuestra civilización, antes de volverse tecnológica, partía de tres pilares: de la filosofía griega, del derecho romano y de la religión bíblica. Pues bien, este libro nos permitirá hacer una inmersión en el mundo de la mitología griega, una cosmología que nos retrotrae a una visión del mundo previa a ideación filosófica, a la racionalización de los hechos e incluso a la concepción mecánica del universo. Y lo hace de una manera muy vívida y directa, sin atenerse a simbolismos, alegorías o abstracciones, pues el autor remonta nuestra visión a un panorama que pretende emular la participación con la que los griegos veían y consideraban el universo, así como los elementos a través de los cuales lo entendían y con los que se relacionaban -o sea, que el autor se propone exponer un cosmos vivo, en lugar de llevar a cabo una exposición arqueológica del mito-. En este sentido, el ensayo pude considerarse cercano a otro escrito por Jeremy Naydler sobre la visión cosmológica que tenían los habitantes del antiguo Egipto. Naydler no era antropólogo, ni arqueólogo ni mitógrafo, sino que era jardinero. Pero en su libro supo captar de forma magistral una visión vívida del mundo espiritual del antiguo Egipto, más allá de resúmenes y abstracciones más o menos 'racionalizadas' que ofrecen otros libros. En el ensayo de Jûnger -que tampoco era antropólogo, sino experto en leyes y jurisprudencia, a la vez que poeta y escritor-, se pretende y consigue algo similar: aproximarnos al entendimiento y la percepción de la mitografía de la Antigua Grecia, haciéndola a su vez accesible a los lectores de la época actual. En el ensayo, además de los dioses olímpicos (Zeus, Apolo, Dionisio...), se hace un marcado énfasis a lo que el autor -así como los antiguos griegos-, denominaban los titanes, una estirpe divina anterior a al panteón olímpico, con figuras como Gea, Urano, Crono o Prometeo, que representan las fuerzas cíclicas de la naturaleza -haciendo evidente su relación y distinción con el mundo de los dioses olímpicos, que se encuentran más cercanos a la plenitud espiritual-. La tercera parte del libro nos conduce al mundo de los héroes (o seres humanos con ascendencia divina), como Heracles, Aquiles o Teseo, solo posibles, según el autor, en un mundo en el que los dioses olímpicos aun no se han retirado. En esta tercera parte se analizan también varios conceptos míticos de la Antigua Grecia (como el el numen, los oráculos o las diosas del destino). Este ensayo, que pretende 'vivificar' para el lector moderno el antiguo cosmos espiritual de la Grecia arcaica, resultará valioso para personas interesadas en la cosmovisión de la antigua Grecia, pero también para quienes deseen aproximarse a la cosmovisión de otras culturas que han tenido panteones de divinidades similares, como es el caso del Antiguo Egipto o la India védica (no en vano, ya en la antigüedad se establecieron numerosos paralelismos y equivalencias entre las divinidades del panteón griego y las de estas otras culturas, como los seres míticos de la cultura celta y la nórdica). Incluso podría llegarse a encontrar una analogía entre el mundo mítico de la antigüedad con el santoral cristiano, pues, como sugería Ernst Jünger (el hermano del autor del libro), el culto a las imágenes de los santos reflejaba en cierta manera un politeísmo dentro de un monoteísmo. |
Índice del Libro |
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En este libro no se explican los mitos griegos desde una perspectiva científica o filosófica, ni tampoco simbólica o alegórica. Friedrich Georg Jünger trata de comprenderlos en su expresividad sensorial, en su corporeidad nítidamente definida, asumiendo al pie de la letra y con exactitud lo que nos ha sido transmitido. A través de la interpretación poética surge una imagen del mito que parece tan plástica y tan viva como las esculturas griegas. Allí radica la novedad y originalidad de este fascinante viaje por la Grecia antigua. La obra está estructurada de un modo arquitectónico, como el propio mito. Por tanto, la primera parte es cosmogónica y abarca desde Caos hasta la caída de Prometeo. La segunda, la teogonía, conforma el centro, el mundo de los dioses. Y desde allí, el camino conduce a los héroes, pues éstos surgen sólo donde hay dioses y están, por tanto, impregnados de un halo divino. |
ZEUS Zeus es más fuerte que Crono y los titanes, más fuerte que Tifón y Prometeo. No sólo lo es por su voluntad sino por sus logros. Su voluntad establece una medida válida; en él la voluntad y la medida son lo mismo. Querer y lograr coinciden, puesto que no conoce un esfuerzo que no dé frutos. La madurez está ahí, pues en él todo está maduro y perfecto. Es más joven que Crono pero el reino que domina es más maduro que el de éste. Así lo muestra la comparación entre titanes y dioses. La madurez se demuestra en la consumación de las figuras que se han desprendido de Gea. Se hace patente en el néctar y la ambrosía, en la fragancia que envuelve a los dioses. Sobre su mundo se derrama un brillo, un resplandor, una luz más intensa. Aquí se agrupa un círculo de soberanos más grande y mejor ordenado. Este orden tiene su correspondencia en el templo, en el panteón sostenido por columnas. Aquí se tiene una vista panorámica desde las fortalezas y las cimas de las montañas consagradas a Zeus. Aquí la vista es amplia y despejada, como la que se divisa desde el monte Liceo, la máxima elevación de la montaña arcádica, desde el que se disfrutan vastas perspectivas, sobre todo el Peloponeso, que por ello estaba consagrado a Zeus. A Zeus entronizado en el éter le envuelve una luz blanca y fuerte. Blanco también es el color sagrado de Zeus y blancos son los caballos de su carro. (...) PROMETEO La fuerza de Prometeo es genial; está emparentada con la de Zeus y a la vez la desafía. Su pensamiento y sus actos se definen por una libre genialidad y le garantizan la reverencia del hombre espiritualmente fuerte. Es un descubridor, se mueve en el reino de Zeus. Qué nuevo es el mundo en el que entra, qué nuevo se vuelve este mundo justamente porque su mirada empieza a fijarse en él. Crono y los titanes no tenían una mirada como la de Prometeo, veían el devenir y su retorno. Lo nuevo no era nuevo para ellos, lo conocían todo. Para el viejo Crono no había nada que fuese nuevo, tampoco para Océano. Hacían girar el devenir en círculos sin fin. El ritmo de esta soberanía era como la pleamar y la bajamar, como el silencioso y monótono murmullo de las olas del mar que sin cesar rompen en la orilla. Para Prometeo, que se salió de este ciclo, todo era nuevo. Era consciente de ello, se sentía como un creador. Su mirada poseía una fuerza transformadora. Delante de él estaba el devenir y únicamente tenía que levantar la mano, mover un dedo, para imprimir el sello de su fuerza al acontecer. Todo estaba por comenzar, todo estaba inagotado. Era como si saliese a la brisa matinal, al rocío, a la fresca, sobrio y a la vez ebrio, como alguien al que se le ocurre una poderosa idea, que emplea su imaginación en un gran proyecto. Lo que veía ante sí era la plétora de lo posible, era un mundo al que podía dar forma a su imagen y también a su voluntad. Con Zeus o también en contra de él si rehusaba este trabajo. En contra de Zeus y también de Apolo. Prometeo y Apolo se enfrentan como extraños el uno para el otro. Aquello que tanto mueve a los titanes, este nuevo devenir y su riqueza sin medida, eso no afecta a Apolo. Apolo no conoce esa inquietud de Prometeo, a quien no le basta el presente y se vuelve al futuro. El dios de lo consumado, de lo concluido y logrado no es al mismo tiempo el dios de los trabajos, de los proyectos y de los talleres. No es un dios del homo faber, al que sí favorece Prorneteo. En Prometeo se agita un fuego más oscuro y salvaje que en Apolo. Concede más espacio a la pasión. Su mente tiene algo vigoroso, musculoso, que no tolera la resistencia y ajusta cuentas con ella de un modo tajante. El martillazo que asestó a la cabeza de Zeus atestigua el tipo de mentalidad que le es propia. Se asemeja a un martillo. En un sentido doble, puesto que tiene algo férreo que arremete con dureza, pero hay también en él una confianza en las invenciones, en las herramientas de la mente. (...) DIONISIO La preocupación del hombre, su esfuerzo y sus cálculos se encuentran dentro del tiempo; en su miedo y su temor el tiempo le acosa, en la carencia y en la penuria. Está ligado al tiempo de su existencia y no logra desembarazarse de él. No le ayuda en absoluto medir ese tiempo exterior único, infinito e infinitamente divisible con precisión cada vez mayor, pues se hará dependiente de estas mediciones, tan dependiente que su propio tiempo interior vendrá medido con precisión y exactitud por el exterior. No tener tiempo es la forma más miserable de pobreza y, también, la más implacable, tanto si descansa sobre una presión externa como si surge de una necesidad interna y sentida. El dios Pan no se encuentra sujeto a ningún cálculo de tiempo, a ninguna partición del tiempo; de todos los dioses, es el más ocioso. Es el cazador y caminante arcádico y Arcadia es el origen, su naturaleza virgen y ociosa poblada de paisajes nínficos. Pan y el territorio de Pan se corresponden fielmente, y el dios siempre está en el lugar adecuado para él. Vive en un espacio en el que nuestra conciencia del tiempo no tiene validez; la carencia, la preocupación y la penuria no le afectan. La ociosidad de Dioniso es diferente, como diferente es su relación con el tiempo, que por medio de él llega a nuestra conciencia de modo que nos liberamos del tiempo. En Pan lo apolíneo y lo dionisiaco todavía están unidos, por ello es el maestro de Apolo y el padre adoptivo de Dioniso, por cuyas fiestas se siente irresistiblemente atraído. Pero cuando los grandes señores del séquito se encuentran y reúnen, también se vuelven a separar y distinguir unos de otros; sólo se cruzan en la procesión de la fiesta dionisiaca. (...) El acechante y vigilante Pan, que escucha desde lejos el alboroto de las Ménades, se dirige hacia la comitiva, se mezcla en ella y la acompaña. Saborea el poder de la fiesta, después la abandona y se retira a sus cotos intransitables. El carácter festivo de Dioniso le impresiona, pero su reino no es el del dios del vino, al que no sigue hasta la ciudad, y así como se juntan en un origen común, también acotan sus ámbitos de poder. El reino de Pan es anterior a todo tiempo, pero Dioniso representa la inversión, el cambio del tiempo. Por esta razón es el que altera y saca al hombre de su lugar, poniéndolo del revés y desquiciándolo, anulándolo y haciéndolo pedazos. Es un alterador porque se hace notar de forma súbita, repentina, sorprendiendo, transformando al hombre con un solo golpe de su enorme fuerza, quebrando la resistencia que se le opone. Esta resistencia se basa en la temporalidad de la vida humana, en su armazón temporal, que obra por medio de leyes, reglas y hábitos fijos, por el uso y la costumbre, por el ritmo del día y del año. Todo esto, esta vida ordenada por las mediciones del tiempo, consolidada y tranquila, topa de súbito con la resistencia del dios, que se rebela contra ella enfurecido desde las profundidades insondables del delirio y el desvarío. Irrumpe en la paz profunda de la vida. Quién no alabaría a las hijas piadosas de Minias, a las buenas esposas y madres que cuidaban de la casa y de los niños y tejían hilos plateados en sus telares. Creaban y se afanaban en la tranquilidad, en la casa acomodada, de telas profusas y fragantes, tan amada por Hestia. Pero, ¿qué les sucedió por no seguir la llamada del dios? Las parras y la hiedra cubrieron sus telares y del techo goteó el vino y la leche. El delirio se apoderó de ellas y se echaron a suertes a sus propios hijos, descuartizando al de Leucipe y devorándolo. La paz de la casa se trastocó y se transformó en sangriento delirio. ¿Qué es el telar, qué es la tejedora, qué el tejer y qué lo que incita al dios furibundo en contra de ellas? ¿Acaso las tres hijas de Minias no recuerdan a las moiras, a la hilandera Cloro, la medidora Láquesis y la cortadora Átropo? ¿En la imagen del telar no están comprendidas las mediciones del tiempo, que el dios no reconoce, que anula con su ser? (...) |
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