Fragmento del libro
Chamanes, huicholes, diablos y locos para una entrevista inédita con Guillermo Borja
En junio de 1995, cinco meses después de abandonar la cárcel de Almoloya, Guillermo Borja recibió en su casa de Tepoztlán a la cineasta francesa Marie Arnaud y al terapeuta Cherif Chalakani, con quienes habló de su experiencia carcelaria y de su trabajo en el pabellón psiquiátrico del penal. He aquí una transcripción de aquella conversación a la sombra de un árbol.
MARIE: Tu experiencia con enfermos mentales en la cárcel ha sido muy especial. ..
GUILLERMO: Este trabajo ha sido una experiencia única de cuatro años. Cuatro años, no por ser investigador, no por terapeuta, sino por ser un delincuente más, por ser igual
que todos en la cárcel. No entré con la pretensión de abrir una clínica psiquiátrica; simplemente, tenía que sobrevivir en la jungla. Pero hombre, me he visto muchas veces en el espejo y no tengo cara de maleante.
MA: No; tu cara inspira confianza.
GB: ¡Qué bueno que me lo digas! Antes de llegar al penal, tenía muchas pretensiones de conocer al ser humano y todas esas tonterías y soberbia. Allí vi la otra cara de la vida. Para empezar, conocí el pánico. He vivido muchas experiencias con psicotrópicos: conozco infiernos de muchos tipos, pero todos ellos son infiernos mentales.
MA: ¿Estabas en la cárcel por eso, por el uso de psicotrápicos?
GB: Indirectamente, sí. La cárcel es un infierno real. Soy un hombre muy primitivo: el cerebro no me funciona muy bien y ahí adentro me sentí actuando como un animal, pues una cosa es ser instintivo y otra es ser agresivo o violento. Allí, las personas son muy instintivas, animalotes. A veces, también son un poco sanguinarios.
MA: Una jungla.
GB: La jungla, sí«. Pero una jungla donde la muerte de la sensibilidad es el pecado más grande. Es la muerte del amor. MA: En la cárcel hay que matar la sensibilidad para sobrevivir. ME: No solamente allí: esas personas han vivido en condiciones sociales muy severas. Vienen de familias con un padre homicida, una madre prostituta ... Con la educación que han recibido, no les quedaba otra, es normal.
MA: ¿Cómo surgió la idea de trabajar en el pabellón psiquiátrico de la cárcel?
GB: Fue una invitación de la subdirectora del penal, que estaba preocupada por el estado de los psicóticos que andaban recluidos en ese edificio: en nuestra sociedad, los niños, las mujeres y los locos estorban. Aquello era un manicomio del siglo XVI, con 72 psicóticos desnudos. En una celda individual dormían cuatro. Estaban llenos de piojos, de chinches, y como no tenían baños para hacer sus necesidades, se las hacían encima. Los psicóticos padecen regresiones en los esfínteres, como los niños cuando están en la época de la caca, así que pintaron todas las paredes de excremento. Los presos comunes los violaban, los golpeaban, los utilizaban... Además, estaban comptetsmeiuc desatendidos porque allí no se atrevía a entrar nadie, ni los custodios, ni el psiquiatra, ni los psicólogos ni las trabajadoras sociales.
MA: ¿El pabellón era un recinto cerrado?
GB: No, era un edificio abierto, al contacto con toda la población reclusa: ése era el problema. Andaban todo el día, los pobrecitos, deambulando por la cárcel, golpeados. Ese pabellón tenía la tasa de suicidios y de homicidios más alta de toda la prisión. Cuando vi aquello, me dije: »¡Esto es una locura! ¿Y ahora qué hago?«. Yo no sabía mucho de psicopatología y ese lugar era un horror, así que me senté lleno de pánico a la orillita de la entrada del edificio y entonces me llegó un pensamiento de esos que son santos: »Tú no vas a entrar aquí con miedo!«. »Pues sí -pensé-, como si fuera fácil quitarse el miedo frente a setenta locos hornicidas.« Pero la voz insistió: »Sacúdete el rniedo!«. Ni el padrenuestro ni los mantras me sirvieron de nada: el miedo siguió ahí. Pasé como un mes en este diálogo conmigo mismo, observando mi temor, hasta que un día el temor desapareció y entré.
Lo primero que hice con los locos al entrar fue aseados, bañados y limpiado todo. Durante los primeros seis meses viví con la población general, pero después, al empezar el trabajo, me mudé al pabellón psiquiátrico. La subdirectora me apoyó mucho. Y así arrancó mi 'clínica'.
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