Prefacio del libro
¿A qué se debe que el destino del Tíbet despierte en el mundo un eco tan hondo? Sólo puede haber una respuesta: el Tíbet se ha convertido en el símbolo de todo aquello que actualmente anhela el hombre, ya sea porque se ha perdido o porque aún no ha sido realizado, ya sea porque está a punto de desaparecer ante nuestros ojos. El Tíbet representa la estabilidad de una tradición que no sólo hunde sus raíces en un pasado histórico o cultural, sino también en el ser más íntimo del hombre, en cuya profundidad este pasado se consagra como una imperecedera fuente de inspiración.
Pero es más que eso: lo que está sucediendo hoy en ese país simboliza el destino de la humanidad. Como si de un gigantesco escenario se tratara, presenciamos el combate entre dos mundos, que, dependiendo del punto de vista del observador, puede ser interpretado como la lucha entre el pasado y el futuro, el atraso y el progreso, la creencia y la ciencia, la superstición y el conocimiento, o bien entre la libertad espiritual y el poder material, la sabiduría del corazón y el conocimiento de la mente, la dignidad del individuo y el instinto gregario de la masa, la fe en el destino superior del ser humano a través del desarrollo interior y la creencia en la prosperidad material basada en una siempre creciente producción de mercancías.
Somos testigos de cómo un pueblo pacífico, sin ambiciones políticas, que sólo desea vivir tranquilo, está siendo trágicamente privado de su libertad y pisoteado por un vecino poderoso en nombre del «progreso» que, como siempre, sirve de pretexto para cometer todo tipo de brutalidades. Se sacrifica el presente vivo al Moloch del futuro; se destruye la conexión orgánica con una tradición fructífera en pro de la quimera de una prosperidad fabricada con máquinas.
Desconectadas así del pasado, las personas pierden sus raíces de modo que únicamente encuentran seguridad en el rebaño y felicidad en la satisfacción de sus necesidades y deseos efímeros, ya que, desde el punto de vista del «progreso», el pasado es un valor irrelevante, si no negativo, marcado con el estigma de la imperfección y sinónimo de «reacción» y atraso.
¿Pero qué otra cosa distingue al ser humano del animal sino la consciencia del pasado, la cual excede nuestro breve trayecto vital, nuestro pequeño ego y, en resumidas cuentas, las limitaciones de una individualidad transitoria condicionada por el tiempo? Esta consciencia más vasta y más fértil, este ser uno con las semillas creativas ocultas en la matriz de un pasado siempre joven, es lo que marca la diferencia, no sólo entre la consciencia humana y la animal, sino entre la mente cultivada y la que no lo es.
Lo mismo sucede con los pueblos y las naciones. Sólo las verdaderamente civilizadas, o mejor dicho, las verdaderamente cultas, son ricas en tradición y en consciencia de su pasado. Es en este sentido en el que hablamos del Tíbet como un país profundamente culto, pese a las primitivas condiciones de vida y a la naturaleza salvaje que predomina en gran parte del territorio. De hecho, son precisamente la vida tan áspera y la lucha implacable contra el poder de la naturaleza las que han templado el espíritu de los habitantes y forjado su carácter. Ahí radica la indomable fuerza de los tibetanos, que acabará por prevalecer sobre las potencias externas y sobre las calamidades. Esta fuerza se ha manifestado a lo largo de toda la historia del Tíbet, abatido más de una vez por potencias hostiles y habiendo padecido peores situaciones que la actual-como en tiempos del rey Langarma, quien usurpó el trono de Lhasa y persiguió el budismo 1 sangre y fuego-o Pero los tibetanos jamás se inclinaron ante conquistador o tirano alguno. Cuando las hordas de Genghis Khan ahogaban la mitad del mundo en sangre y los mongoles invadían el poderoso imperio chino, amenazando con conquistar el Tíbet, la superioridad espiritual del país salvó su independencia, convirtiendo al Kublai Khan y a su pueblo al budismo y transformando a esta raza guerrera en una nación pacífica. No existe nadie que haya entrado en el Tíbet y no haya caído bajo su hechizo, por lo que, quién sabe si acaso los propios chinos, en vez de convertir a los tibetanos al comunismo, no verán transformarse sutilmente sus ideas como los mongol es de antaño.
Una cosa es segura, mientras los chinos se esfuerzan al máximo por aplastar al Tíbet mediante el uso de la fuerza bruta, la influencia espiritual del país es cada vez mayor en nuestro mundo, del mismo modo que la persecución de los cristianos por el poderoso Imperio romano provocó que la nueva fe llegara a los rincones más remotos del mundo entonces conocido, haciendo de una pequeña secta una religión mundial que, finalmente, triunfó sobre la fuerza que había intentado aplastarla.
Sabemos que, aun recobrando la independencia, el Tíbet nunca volverá a ser el mismo, aunque esto no es lo que realmente importa, pues lo esencial reside en no perder la continuidad de la cultura espiritual tibetana, basada en una tradición viva y un vínculo consciente con sus orígenes. El budismo no se opone al cambio -de hecho lo reconoce como la naturaleza de todo lo viviente-, por lo tanto no se opone a nuevas formas de vida y pensamiento ni a nuevos descubrimientos en los campos de la ciencia y la técnica.
Al contrario: el reto de la vida moderna, el horizonte cada vez más amplio del conocimiento científico, servirá de incentivo para explorar las profundidades de la mente humana y redescubrir el verdadero significado de las enseñanzas y símbolos del pasado, mantenido oculto por el paso acumulado de los siglos. Mucho de lo que había sido aceptado como artículo de fe, o que se había convertido en un asunto de mera rutina, tendrá que ser adquirido otra vez y resucitado de manera consciente.
Mientras tanto, sin embargo, nuestra tarea es mantener vivo el recuerdo de la belleza y la magnificencia del espíritu que ha inspirado la historia y la vida religiosa tibetanas, para estimular a las generaciones futuras y alentarlas a construir una vida nueva sobre los cimientos de un noble pasado.
La senda de las nubes blancas, relato testimonial y descripción de un peregrinaje al Tíbet durante las últimas décadas de su independencia, cuando la tradición cultural estaba intacta, representa una tentativa de hacer justicia a estas dos vertientes mencionadas en la medida de lo posible y dentro del marco de las experiencias e impresiones personales. No es una crónica de viaje, sino la descripción de un peregrinaje en el sentido más genuino de la palabra, pues éste último se distingue de un viaje corriente en que no sigue una ruta o itinerario preestablecido ni busca una meta fija o un propósito limitado: tiene un sentido en sí mismo, basado en un impulso interior que opera tanto en el plano físico como en el espiritual. Se trata de un movimiento que transcurre a la vez en el espacio exterior y en el interior, un movimiento cuya espontaneidad es la que corresponde a la naturaleza de toda vida, esto es, de todo lo que crece de continuo más allá de su forma pasajera, un movimiento que siempre parte de un núcleo interior invisible.
Por esta razón nuestra descripción comienza con un prólogo en uno de los templos de Tsaparang, una visión poética que corresponde a esa realidad (o núcleo) interior que contiene el germen de todos los hechos que más tarde se despliegan ante la vista en sucesión temporal.
En la gran soledad y quietud de la abandonada ciudad de Tsaparang y en la misteriosa penumbra de los salones de sus templos, en los cuales las experiencias espirituales y los logros de innumerables generaciones parecían proyectarse en las mágicas formas de las imágenes, vino a iluminarse en mí una comprensión de las conexiones ocultas que me ofrecieron una nueva perspectiva de la vida y me revelaron acontecimientos en apariencia accidentales, así como relaciones humanas, que formaban parte de una interacción llena de sentido de fuerzas psíquicas. La coincidencia de ciertos sucesos y experiencias no conectados de manera causal, y por lo tanto no condicionados por la cronología, parece tener su origen en una dimensión libre del tiempo que sólo puede experimentarse en un nivel superior de consciencia.
Sin duda los templos de Tsaparang, que parecían permanecer ajenos a la corriente temporal, conservaban la atmósfera concentrada de toda una época de la cultura tibetana. Y esa atmósfera crecía en intensidad cuanto más se demoraba uno en ella, hasta que las imágenes cobraban vida propia, a la vez que una realidad casi sobrenatural. Su presencia llenaba los templos con las voces de un pasado imperecedero. Así pues, lo que el lector podría tomar por una mera imaginación poética contiene una realidad más profunda que la que podría haber transmitido cualquier descripción práctica de acontecimientos y situaciones extremas, porque éstos sólo tienen sentido si se contrastan con la experiencia interior.
|