Primer capitulo del libro
Según Descartes: «El buen sentido es la cosa mejor repartida en el mundo» -así comienza la que quizá sea la obra más decisiva para la evolución del pensamiento moderno-. Pero en un tiempo tan irracional como el nuestro, aun el buen sentido carece de sentido y, por lo tanto, no puede ser comienzo de nada. Sin embargo, hay entre el tiempo en que fueron escritas las líneas arriba mencionadas y el actual una similitud que lo menos que puede producir es desconfianza. Hacia fines del siglo XVI, cuando nace este singular diseccionador de la res cogitans, la razón pedía a gritos liberarse de las supersticiones de la religión; hoy, prisioneros de la auto gratificación y la soberbia, buscamos siquiera un vislumbre de una verdad duradera. Pero la verdad racional, lo sabemos muy bien a costa de miles de años y millones de vidas, no puede ser absoluta ni duradera. La verdad de Descartes no es la verdad de Nietzsche ni la de Heidegger, ni puede ser la nuestra. Lo que celebramos de estos profetas de la razón es el gesto, la valentía de haberse atrevido a poner el pensamiento cabeza abajo, que es lo que hoy reclama de manera radical la filosofía, agobiada por una fraseología académica vacía e inverosímil.
Es imperativo ponerle un límite a todo el aparato racional que encumbró al lenguaje por encima de la vida; empezando, desde luego, por el propio Descartes. Donde hay verdades que se pretenden inamovibles el filósofo debe encontrar dudas, y donde hay dudas el eje rector debe ser el constante cuestionamiento. Con respecto al método sufrimos una esterilidad globalizada, y la tarea por hacer va mucho más allá de reconocer que la domesticación académica de la verdad es sinónimo de muerte.
La lección de la que debemos partir tal vez no esté en el Discurso del método, sino al inicio de la Primera de las Meditaciones metafísicas: «Hace tiempo que vengo observando que desde mis primeros años he recibido por verdaderas muchas opiniones falsas que no pueden servir de fundamento sino a lo dudoso e incierto, porque sobre el error no puede levantarse el edificio de la verdad». En un tiempo tan antifilosófico como el actual, banalizado por personajes antiheroicos de la política, la economía y la academiocracia interpretativa, pocos filósofos han hecho tan atractiva la duda irónica como Richard Rorty; y cuando digo «duda irónica» me refiero a una actitud que conjunta la permanente desconfianza con una intencionalidad hipercrítica. En uno de sus arrebatos irónicos Rorty sostiene que la función de las universidades debe ser «instigar la duda y estimular la imaginación, cuestionando el consenso social predominante». Y, en principio, es imposible no estar de acuerdo con él. Dudar, es claro, es el principio de todo filosofar; pero la filosofía no puede limitarse a dudar.
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