Contraportada
«Son admirables las descripciones de 'la sensación espacial' y de 'la expansión del tiempo', y no menos sus alucinaciones y delirios, verdaderos cuentos de terror a los que hace referencia Edwards en su interesante epílogo». (Juan Malpartida. ABC)
Escritas en 1821, las «Confesiones de un opiófago inglés» narran los primeros vagabundeos del autor por Gales y Londres; cómo empezó a tomar opio, a modo de analgésico y calmante nervioso, y llegó a ingerir nada menos que ocho mil gotas diarias, y de qué forma, tras años de continuo consumo, comenzaron a asediarle toda suerte de pesadillas, hasta que decidió acabar con su hábito. El enorme éxito alcanzado por este libro se explica, en primer lugar, por las grandes cualidades literarias de la prosa de De Quincey; en segundo lugar, por las patéticas circunstancias que narra, con una natural sinceridad que siempre convence y nunca le lleva a moralizar sobre su vicio. Todo ello lo ha convertido en un clásico que no envejece, y sigue siendo tan aclamado por los lectores de hoy como lo fue en su momento por los románticos del XIX.
La diligencia inglesa (1849), por su parte, es una de las obras literarias de De Quincey más perfectas y modernas. Estructurada en cuatro partes bien diferenciadas, forma una especie de sinfonía verbal en donde el humor y el horror, el análisis psicológico y el juicio político, la descripción precisa y la fantasía dramática se interrelacionan con gran maestría. Como dice Jorge Edwards en su epílogo, «De Quincey fue un precursor, un hombre que abrió espacios para la imaginación moderna», aunque él mismo, abrumado por sus desgracias personales, no tuviera ninguna conciencia de ello.
Virginia Woolf, James Joyce, Henry Miller, William Burroughs, Borges y Baudelaire, con su larga descendencia francesa, son algunos de sus más ilustres deudores.
|