Introducción del libro
Pronto hará veinte años que cultivo la afición de tener un huerto en la terraza de casa y durante todo este tiempo he intentado alimentado con los residuos producidos en la cocina. Desde que hice mi primera pila de compost en Venezuela, en el año 1993, he estado tratando de adaptar el compostaje a espacios pequeños y he probado diferentes métodos con éxitos diversos. Una de las primeras cosas que aprendí haciendo cursos y talleres sobre huertos urbanos y compostaje es que, cuando enseño una lechuga cultivada en maceta, todos se acercan a mirada; pero, cuando enseño una pila de materia en descomposición y con lombrices, más de la mitad de las personas que se acercaban maravilladas a la lechuga dan un paso atrás y ponen cara de asco. La conclusión es obvia: es más difícil motivar a la gente de ciudad para que haga compostaje que no para que tenga un huerto. Así pues, afronto el reto.
El éxito de la agricultura urbana y el huerto de ocio -ya sea en terrazas, patios, jardines o parcelas alquiladas- me lleva a pensar que es un buen momento para animar a todos aquellos que tienen un huerto a que empiecen a experimentar con el compostaje. Los pioneros del compostaje casero en nuestro país actuaban con una convicción y motivación dignas de elogio. Estos primeros valientes preparaban compost en su casa cuando muchos ayuntamientos aún no hacían recogida selectiva de la basura; actuaban a contra corriente separando y triturando los residuos y, con constancia y paciencia, los convertían en humus estable. Pero, a menudo se encontraban con un problema inesperado: ¿qué hacer con el compost? Recuerdo a una amiga que hacía compostaje con lombrices en un piso de Barcelona y que, después de obtener un puñado de vermicompost que mostraba con orgullo, me confesó que no sabía qué hacer con él. Ignoro si acabó aplicándolo en el jardín del barrio o en el alcorque de un árbol, o si lo regaló; pero, si hubiera tenido un huerto, la respuesta habría sido obvia.
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