Contraportada
Henri Michaux supo pensar, reflexionar y explorar como pocos en Occidente los laberintos mentales de las fantasías y del ensueño, no sólo en los estados llamados normales de las personas, sino también en los estados alucinatorios provocados ya sea por los desórdenes mentales naturales, ya sea por los producidos por distintos tipos de droga.
La fuerza que siempre pareció sostener a Henri Michaux en estas arriesgadas y graves incursiones allende la barrera de la «normalidad» es la misma que acostumbra a asistir al científico que se adentra en la investigación de lo desconocido: la incontenible curiosidad y el dominio de sí mismo con el fin de no sucumbir, de no perder pie, y poder así, desde el fondo del abismo, seguir siendo observador de la propia experiencia.
Claro que semejante empresa no se consigue sin la convicción casi mística de encontrar más allá el conocimiento de algo diferente, de algo que trasciende. Con Michaux estamos lejos, pues, de la beatífica exaltación de los estados de la pasiva contemplación o del paulatino e irreversible proceso de sumisión y esclavitud a los que, en la mayoría de los casos, encaminan las drogas.
De hecho, el autor narra aquí esas pruebas a las que sometió a su espíritu con la misma ausencia de prejuicios que cuando cuenta sus viajes por Asia y el Amazonas (Un bárbaro en Asia y Ecuador). Y es que viaja solo y sin guías, cuenta únicamente con que «el ser humano es un vasto organismo en el que siempre hay una zona que vigila, que sabe de un modo diferente». Encontrar ese saber es el objetivo de todos sus viajes, de todas sus experiencias, hasta las más extremas, las más cercanas al infierno, a la locura.
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